EN BUSCA DEL PROFESOR
El avión
aterrizó en el aeropuerto de Alejandría.
Los viajeros, con gesto cansado tras muchas horas de vuelo, comenzaron a
descender del avión. El comandante y las azafatas, despedían a los pasajeros
con saludos de cortesía.
Orsand se acercó hacia la salida del aeropuerto,
donde se agolpaban taxis en busca de pasajeros, la mayoría turistas, ávidos de
emociones en las tierras de antiguos faraones.
Varios hombres, apiñados en las puertas de salida, en
una especie de tumulto pacífico, se ofrecieron a llevarlo en su coche, en un
incesante parloteo, mientras señalaban sus vehículos detrás de ellos.
Eligió a uno de ellos, y le entregó un papel.
— A ésta
dirección, por favor.
El hombre leyó el papel, y con una sonrisa que
dejaba entrever sus amarillos y escasos dientes, arrancó el vehículo.
Pronto se vieron sumergidos en una vorágine
circulatoria, que hacía que se cruzaran unos coches con otros, en medio de
incesantes pitidos de protesta entre los conductores.
El conductor, se dirigía a Orsand, con gestos
exaltados y palabras, que apenas acertaba a comprender, a pesar de su ligero
conocimiento del idioma egipcio.
El vehículo atravesó una plaza, encontrándose de
inmediato, sin pretenderlo, en medio de
un atasco. Aramís contempló con estupor,
como el taxista se bajaba, y se ponía a discutir con un guardia.
El abogado supuso que discutían del porqué de
semejante atasco, a juzgar por los gestos del taxista, y los de impotencia del
guardia.
Aramís azuzó al conductor para que entrara de nuevo
al coche, y prosiguiera el camino.
El taxista lo miraba con amabilidad, con la misma
sonrisa, pero sin hacerle ningún caso.
La impaciencia del joven iba en aumento. Sabía que tendría que esperar a que su
conductor decidiera cuando arrancar. Y
además, tal y como estaba el caos aquel, cambiar de vehículo, no solucionaría
nada.
Volvió a mirar al taxista.
— ¡Dios mío! - pensó al contemplar la escena. Ahora eran más de media docena los que
discutían con el agente. De vez en
cuando, el taxista le enviaba una sonrisa a modo de “ten paciencia, que esto,
ya está”.
Aramís se
acomodó en su asiento, con gesto de infinita paciencia y resignación.
Al poco, el hombre entró de nuevo en el vehículo, y
Orsand observó como el guardia le dejaba pasar, y se cuadraba ante el coche, en
un gesto cochambroso, que pretendía ser un saludo militar.
El taxista le dijo en medio inglés, medio francés;
— Tú, embajador americano, así pasar rápido.
Aramís sonrió. Después de todo, había elegido bien
al hombre, al mirar, mientras se alejaban, como los demás seguían discutiendo
con el guardia, en el mismo lugar.
El coche, a una velocidad endiablada, atravesó unas
cuantas calles, a cual más estrecha. De pronto, el taxi, con una ruidosa
frenada, paró frente a un edificio, de clara influencia modernista de los años
treinta.
— ¡Aquí! -
dijo señalando la casa con el dedo.
Pagó al taxista, algo que le pareció excesivo, pero
que la sonrisa desdentada de éste, pareció agradecer enormemente, para acto
seguido, desaparecer a gran velocidad.
Se acercó a la fachada del edificio, donde se podía
leer un cartel que indicaba; “Omar
Askasha, Profesor de Literatura”. Llamó
con los nudillos en la puerta, ya que no vio ningún timbre.
Pasaron apenas unos segundos, que le permitieron al
joven darse cuenta de las miradas de reojo que provocaba entre los transeúntes
nativos.
Un hombre no muy alto, de unos cincuenta y cinco
años, con un traje de color marrón, a rayas, que quizás estuvo de moda años
atrás, le abrió la puerta.
— ¿Qué
desea?
— Ver al
profesor Askasha.
El hombre lo miró de arriba abajo.
— Yo soy.
— Encantado - dijo alargando su brazo para
saludarlo y estrecharle la mano -. Soy
Aramís Orsand, del Gabinete Jurídico de Henry Thompson en Nueva York.
— ¡Ah, si!, le esperaba.
La Embajada americana en El Cairo, me anunció su llegada. ¿Ha tenido un buen viaje?
— Excelente
y pesado a la vez. Pero merece la pena,
sólo por poder contemplar su hermosa ciudad.
— Muchas
gracias, pero pase por favor.
Atravesaron una pequeña estancia apenas iluminada,
para llegar a un pequeño despacho, con las paredes y los suelos atestados de
libros.
— Perdone el
desorden - y sonriendo a modo de excusa, añadió - vivo solo.
Aramís sonrió asintiendo. Tenía aspecto bondadoso y
distraído, como correspondía a un profesor de literatura.
— ¿Quiere un
té de menta?
— Sí, gracias. La verdad es que he venido
directamente desde el aeropuerto, y no he tomado nada. Se lo agradezco.
El hombre, cogió una tetera plateada con el asa
negra, y la vertió directamente en dos vasos cónicos, con decoraciones doradas
de tipo árabe, en su comisura.
— Lo acabo
de hacer hace poco. Aún está caliente.
— Está bien
así, profesor. Gracias.
— Bueno, usted
dirá en que puedo ayudarle.
— Verá profesor....
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