Giselle abrió la doble puerta de su habitación que daba a
la terraza, y un golpe de sol y de luz inundó su rostro.
Lo que apareció ante sus ojos tenía más de Paraíso que de
terrenal.
El mar, en toda su inmensidad, se presentaba ante ella de
izquierda a derecha. En toda la
perspectiva que podía alcanzar su mirada.
Sólo en la cercanía, la imagen recortada de maravillosas
palmeras, otorgaban a la escena, ribetes de cuadro, que un Miguel Angel tocado
de la Gracia de Dios hubiera realizado en un momento de inspiración, para
transmitir a todos los que pudieran contemplar aquella obra, un momento de
sosiego y paz a sus almas.
El calor de la mano de Charles sobre su hombro hizo que
apoyara la cabeza en él y contemplaran juntos la escena.
— Ya están tus padres en su habitación. Tu hermana está
en la de al lado.
— ¿Cerca de la nuestra? - preguntó Giselle.
— Al final del pasillo de ésta planta. Con las mismas
increíbles vistas – comentó haciendo un recorrido con la palma de la mano, como
si estuviera mostrándole el paisaje.
— ¿No te parece maravillosa tanta belleza? - musitó ella.
— Sin ninguna duda – contestó él, mirándola a los ojos, y
no al paisaje, mientras depositaba un dulce beso en sus labios.
— He quedado con tus padres a las nueve para cenar, y dar
una vuelta luego por el pueblo. Tenemos algo más de dos horas - dijo sin quitar
su mirada de la de ella, mientras cogida de la mano, la transportaba hacia el
interior de la habitación.
Giselle comenzó a desabrochar lentamente la camisa de
Charles, quien la miraba con amor, de pie y sin moverse, con los brazos caídos
a los lados. Le retiró suavemente la camisa hacia atrás, y la dejó caer al
suelo.
Contempló el torso desnudo de su hombre, como una
provocación. No pudo contener acariciarlo, deslizando sus manos suavemente, con
suma delicadeza, hasta llegar a rozar la
hebilla del cinturón.
El permanecía inmóvil, con la respiración agitada.
A continuación, comenzó a ...