EL HOSPEDAJE
Adrian Florensz Boeiens, había sido llamado de
urgencia a Roma, por el Papa Julio II, con el fin de cambiar impresiones,
acerca del enfrentamiento que mantenía éste, con el monarca francés Luis XII.
El Papa era uno de los personajes a los que
admiraba profundamente, y con el que compartía muchos puntos de vista.
Lo había conocido cinco años antes, a su vuelta de
España, y desde entonces, mantenían un estrecho contacto, ya que su afinidad
era evidente.
Florensz, intentaba en algunos aspectos,
mimetizarse en el Pontífice, dada la gran capacidad de análisis y resolución
que estaba mostrando en su pontificado.
Como tutor de Carlos de Gante, se había desplazado
a España unos años antes, para exponer al abuelo de éste, Fernando El Católico,
los derechos sucesorios de su nieto, de los que éste no era partidario, en
beneficio de los de su otro nieto, Fernando.
Con el fin de conseguir apoyos políticos a la
sucesión de Carlos, efectuó diversas visitas no oficiales, a distintos
mandatarios. Entre ellos, a Julio II,
con el que desde el primer momento trabó una magnífica relación personal.
El Pontífice, de marcado carácter como político,
estratega y militar, coincidía en las habilidades políticas de Florensz, reconociéndose
ambos, un cierto paralelismo, en su
manera de hacer las cosas. Asimismo, tenían en común también, su gran amor
a las artes, y con todo aquello que
estuviera relacionado con la cultura.
Para Julio II, mantener una buena relación con
Florensz, era obtener además un comodín muy valioso, y probablemente inmediato,
en las relaciones políticas entre Estados, que se estaban dejando entrever en
Europa. Sobre todo con la incómoda
Francia.
Era más que posible, que Carlos de Gante terminara
gobernando en España y en Alemania, lo
que convertiría a Adrian Florensz, en una de las personas más influyentes del
ámbito político mundial.
Además, para sus intereses papales, Florensz
representaba una pieza clave, ya que su relación con el Emperador Maximiliano
I, el otro abuelo de Carlos, no resultaban fructíferas. Incluso podían definirse actualmente como
conflictivas.
La entrevista se había concertado en el Palacio de
Belvedere, junto al Vaticano, residencia papal de verano.
La comitiva, formada por dos carruajes, y una
guardia personal de cincuenta soldados armados y a caballo, recorría lentamente
y sin pausa, los estrechos caminos que les acercaban a Roma.
Faltaba menos de tres horas para llegar a la
ciudad. El Capitán mandó parar. Habló con uno de sus oficiales, y éste partió
junto con dos soldados, adelantándose al grupo.
En menos de quince minutos, la pequeña avanzadilla
volvió a reunirse con el resto, comentándole algo el oficial al capitán. Este asintió, y se dirigió al carruaje que
ocupaba el tutor.
— Excelencia, hemos encontrado una casona, una
hospedería, a menos de diez minutos de aquí.
— Muy bien. Pararemos en ese lugar. Ordene que nos
preparen dos habitaciones, una para la señora y su doncella, y otra para mí.
Que contemplen la posibilidad de darnos un baño y viandas para ambas
habitaciones.
— A la orden, Excelencia.
— Que den descanso y de comer a los hombres. Y atiendan a los caballos - añadió el tutor.
El capitán asintió, y ordenó reanudar la marcha.
Llegaron a la posada, y el capitán destinó a un
tercio de los hombres, como vigilantes exteriores de la casa y de los caballos,
indicando a los demás que podían descansar en el interior.
Bajó del caballo, y entró en la hospedería. En el patio, un hombre de semblante adusto,
cuatro jóvenes y media docena de muchachas, de buen ver, con delantales, ya
aguardaban a la comitiva.
— Bienvenidos a mi humilde posada, caballeros. Las
habitaciones ya se encuentran preparadas, tal y como solicitasteis.
El capitán, se quitó el amplio sombrero, y sacudiéndose
con él, el polvo del uniforme, contestó imperativamente, mientras echaba hacia
atrás la capucha de su capa.
— Da de beber y comer a mis soldados. Están cansados por el viaje. Y atiende a los caballos.
— Ahora mismo, oficial - contestó el posadero,
moviendo las manos, azuzando a los
sirvientes para que se movieran, y comenzaran a atender a los recién llegados.
— Sobre todo, que las habitaciones tengan buen baño
y buena cama donde descansar los ilustres huéspedes que hoy honran tu posada.
— Son las mejores, mi señor.
Aún no había terminado de decir esto, cuando
apareció el tutor imperial, con la señora, y una joven con aspecto de doncella.
— La señora, si así lo desea, puede subir ya a su habitación - indicó el
posadero.
La mujer se volvió al tutor y al capitán.
— Me retiro entonces. Avisadme cuando llegue la
hora de partir- y dirigiéndose a Florensz -; Descansad vos también. Debéis
tener la mente relajada para el cometido que os aguarda.
El tutor asintió, y ambos hombres hicieron una
educada reverencia, mientras las mujeres desaparecían escaleras arriba, hacia
la planta superior.
— Enseguida tendrá la suya Excelencia - comentó el
posadero -. Solo falta abrir la cama.
— Entonces, pónganos mientras, un poco de buen
vino, posadero - solicitó Florensz, mientras se despojaba del bonete. Su toga,
de color encarnado, larga con mangas muy amplias, realzaba el atavío negro, bajo ella.
El hombre se retiró, y al momento, una joven trajo
una jarra y dos copas, en las que escanció de manera inmediata, parte del
contenido de la jarra.
El capitán quedó de pie junto a la mesa en la que
se había sentado el tutor.
— Siéntese conmigo, capitán.
— Gracias, Excelencia.
Los soldados comenzaban a repartirse por las mesas,
de manera ordenada, y sin apenas gritar.
Eran buenos soldados, y muy disciplinados.
Aunque los amplios escotes de las muchachas,
alegres de ver a tantos buenos mozos, jóvenes, fuertes y atractivos, no
escapaban a las miradas de éstos.
Las muchachas se contoneaban con sus corpiños, de
talle muy ajustado, sirviendo provocadoramente a los hombres.
Florensz y el capitán, que contemplaban la escena
desde su mesa, sonreían benevolentes.
— Es la sangre caliente de la juventud, capitán -
comentó mientras bebía pausadamente el vino.
— Son
jóvenes, Excelencia, pero buenos soldados.
— Lo sé, lo sé- sonrió ante la defensa innecesaria del
capitán a sus hombres.
— Voy a subir a la habitación. Dormiré un poco. Reanudaremos
el viaje en cuatro horas. Que releven a los que han quedado de guardia, por
turnos.
— Vaya a
descansar tranquilo - indicó el capitán, un hombre de unos treinta y cinco
años, muy alto y de complexión fuerte.
Sus botas de ante oscuro, le daban más corpulencia aún.
Cuando vio que la figura del tutor había
desaparecido por las escaleras, comenzó a desabrochar su capa, dejándola, junto
al cinto y la espada, en la silla que había ocupado el tutor.
Una hermosa morena, de grandes ojos, se apresuró a
servirle. El oficial no pudo evitar
solazarse de la belleza de sus senos, que se mostraban, en todo su esplendor, mientras
la joven, intencionadamente, escanciaba agachándose, el vino.
— Eres muy
hermosa. Seguro que sabes tan bien como
éste vino.
La muchacha, con una sonrisa pícara, respondió;
— No tenga
su merced, ninguna duda de ello. Mi
novio dice que es así.
— Afortunado tu hombre entonces - y levantó la copa
a modo de brindis -. Porque entienda y
aprecie el buen vino.
La joven se retiró sonriendo, mientras el capitán,
olvidándose de ella, volvía la atención a sus hombres, que gastaban bromas
entre ellos, y con las otras muchachas.
Llamó a su segundo oficial al mando.
— Señor…
— Voy a descansar un par de horas. Ocúpese de que los hombres estén bien, pero
sin pasarse. No quiero altercados.
— Descuide,
capitán.
— Dentro de
tres horas, todos preparados en formación de marcha.
— A sus órdenes,
capitán.
Llamó el capitán a continuación al posadero.
— Quisiera
dormir un poco, en un lugar tranquilo.
— Venga
capitán, junto a los cobertizos estará tranquilo y cómodo.
El oficial siguió al hombre, tumbándose sobre su
capa, encima de un montón de paja, que le pareció el colchón más confortable.
Estaba a punto de quedarse dormido, cuando entró la
muchacha que le había servido antes.
El capitán sonrió.
— ¿Traes más
vino?
— Traigo néctar de dioses - dijo la muchacha, mientras
desataba lentamente su corpiño, y su
cuerpo, iba apareciendo en toda su belleza ante el oficial, completamente
absorto ante el espectáculo que se le ofrecía.
Totalmente desnuda, se echó sobre él, y comenzó a
besarlo lujuriosamente, mientras le despojaba casi con furia, de su uniforme.
Había pasado poco más de una hora y media, cuando
el capitán reapareció ante sus hombres, en el comedor de la posada.
Las sonrisas cómplices de éstos, hicieron asomar la
suya. Llamó a su segundo oficial.
— Id a descansar.
Yo os llamaré.
— Bien,
señor.
El capitán se sentó, poniendo los pies encima de la
mesa, mientras recordaba lo sucedido momentos antes.
Cogió su sombrero de piel, y se lo puso echado
hacia delante. También puso junto a su
muslo, la empuñadura de su espada. Nunca
estaba de más.
Transcurrido el tiempo marcado por el tutor
imperial, la comitiva reanudó su viaje hacia el Vaticano.
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